El Callejón del Hundido

Calle del Hundido

Cuando la naturaleza de Tetelcingo vestía el ropaje de su virginidad esplendorosa aún no mancillaba por el pie del audaz conquistador hambriento de aventuras, esa diosa campirana se extasiaba luciendo su ropaje de oro y tul, bajo un cielo trazado por el pincel de una policromía azteca.

Sus remansos cristalinos no dejaban el cascabeleo de sus ondas ensoñadoras, al igual que las alondras mañaneras trazando en el espacio su zigzagueante revolar. El céfiro nocturno acariciaba ese manto de quietud, invitando a sus pocos moradores al descanso en la noche. Mientras que el reverberéo de las estrellas se estrechaban en un lazo sonámbulas de amor.

En medio de ese paisaje de quietud tendió su figura fantasmal un suceso extraordinario e increíble a la vista humana. Un hogar humilde encajado halla en la espesura del boscaje. Fue el actor de ese escenario de sombras y de terror. Las creencias divergentes de los padres e hijos se revolvían cual volcán en erupción.

Los primeros creían ciegamente en la existencia de un ser superior a sus dioses y que estaba en los cielos y en la tierra; mientras que uno de sus amados hijos mantenía vivas en su corazón las creencias ancestrales: idólatra ascendrado rindiendo culto al sol, la luna, el agua y las estrellas.

Calle del Hundido
Un mal día de augurios borrascosos los padres iracundos le exigían en medio de amenazas infernales a que rindiera adoración al ser que ellos creían grande, omnipotente. Llegando al colmo de la riña. El hijo en medio de su abstención petrificaba, lanzó amenazas de muerte a sus progenitores si no cesaban en su loco empeño, al fin la tromba se ensanchó y vino la borrasca, los padres cegados por la ira levantaron los brazos al cielo en forma de cruz, y tirados en el suelo arrojando espuma por la boca lanzaron contra su hijo el anatema más horrendo y terrible de la vida ¡maldito! ¡Maldito!... que tus dioses te arrojen al abismo infinito del castigo y del tormento; quedando enseguida semi-inconscientes por el histerismo del momento.

Jaliel, que así se llamaba el joven al oír la sentencia dictada por sus padres, ya maldito, alucinado y perturbada su alma, salió de la casa paterna meditabundo y triste, llevando sobre su frente el signo de esa anatema y encaminando sus pasos a la vera del camino que se encontraba en el lomo de la colina cubierta de frondosos cedros, granadillos, cuéramos, avillos, nogales, capulincillos y campisiranes, en su carrera de demencia tropezó de improviso con un pedrizco que el destino le ofreciera, cayendo con la cabeza destrozada y saliendo de su corazón la sangre a borbotones.

Este adolescente en medio de las garras convulsivas de la muerte imploró clemencia a ese ser omnipotente, desconocido para él, pero que sus padres le ofrecían en ese mismo instante, el cielo se rasgó y un clérigo relámpago zigzagueó en la comba azul del firmamento, deteniendo en el lugar donde yacía el cuerpo de Jaliel, obtuvo el perdón de ese dios grande y poderoso, pero en castigo su cuerpo ya inerte se fue hundiendo poco a poco, quedando sobre la superficie de la tierra la silueta de Jaciel; brotando un pequeño manantial de agua en el sitio en que explotó el corazón maldecido por sus padres.

Pocos Taxqueños conocen la leyenda pero todos saben donde queda el "Callejón del Hundido"

 


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